Il Teatro della Crudelta’, Óleo: Roberto Ferri
La sangre cabalgaba golpeando las venas adolescentes como azotadas por las corrientes marinas en lo profundo del océano.
Zaja cerró la puerta, se echó las llaves a la bolsa y se lanzó a caminar a la calle con los cabellos mojados. Sonrió suspirando y sacando la lengua saboreando el aire mientras pensaba en Carlos y las esmeraldas que tenía en los ojos. Enormes como las esmeraldas.
Mientras, Ahmed la esperaba en la esquina desde hacía algunos días para llevarla a la escuela, pero no había tenido éxito. No había logrado encontrarla. Se estremeció de verla aparecer frente a él. Siempre con sus vestidos largos y vaporosos. Daba la impresión de andar flotando o descalza. ¡Y ese cabello! Y esa mirada maliciosa. Eso es quizá lo que lo atraía. Sin duda. Ahmed depositaba, (sin saberlo) la esperanza de encontrar en Zaja toda la maldad por él conocida (y desconocida); él en cambio, había sido educado como un niño promedio para ser un hombre sencillo.
Ya que la tuvo a unos pasos de él, su presencia lo aplastaba como si estuviera escuchando el estruendo de un coro de ángeles o los gritos de algún abismo. Le pareció que su sola presencia le develaba ciertos misterios. Sin embargo, Zaja lo que hacía, y hacía muy bien, era soñar y hacer soñar, igual que una infusión de belladona.
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