Il Teatro della Crudelta’,  Óleo: Roberto Ferri

  “Hombre de constitución regular, ¿acaso la carne no era un fruto que colgaba en el vergel”—¡Oh aquellos días niños!, el cuerpo, un tesoro para disiparlo, —Oh amar, ¿el peligro o la fuerza de Psiqué? Juventud, Soneto, Arthur Rimbaud.
Medusa
Por Daniela Flores

La sangre cabalgaba golpeando las venas adolescentes como azotadas por las corrientes marinas en lo profundo del océano.
Zaja cerró la puerta, se echó las llaves a la bolsa y se lanzó a caminar a la calle con los cabellos mojados. Sonrió suspirando y sacando la lengua saboreando el aire mientras pensaba en Carlos y las esmeraldas que tenía en los ojos. Enormes como las esmeraldas.
Mientras, Ahmed la esperaba en la esquina desde hacía algunos días para llevarla a la escuela, pero no había tenido éxito. No había logrado encontrarla. Se estremeció de verla aparecer frente a él. Siempre con sus vestidos largos y vaporosos. Daba la impresión de andar flotando o descalza. ¡Y ese cabello! Y esa mirada maliciosa. Eso es quizá lo que lo atraía. Sin duda. Ahmed depositaba, (sin saberlo) la esperanza de encontrar en Zaja toda la maldad por él conocida (y desconocida); él en cambio, había sido educado como un niño promedio para ser un hombre sencillo.
Ya que la tuvo a unos pasos de él, su presencia lo aplastaba como si estuviera escuchando el estruendo de un coro de ángeles o los gritos de algún abismo. Le pareció que su sola presencia le develaba ciertos misterios. Sin embargo, Zaja lo que hacía, y hacía muy bien, era soñar y hacer soñar, igual que una infusión de belladona.

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